“Cuando esto pase, ya nada será como antes”.
Es una frase que escuchamos, repetida, en boca de personas y de “personajes” de
nuestro alrededor, sin que acertemos a saber cuál es su exacto significado; si
se trata de un deseo, de un temor, o de una premonición. ¿Quizás que el
nuevo horizonte que se dibuja para cuando termine la crisis producida por la
pandemia presentará perfiles muy distintos de los que contemplábamos antes de
la misma? ¿Quizás que los cambios en las relaciones políticas, económicas y sociales
que surgirán como resultado de las mutaciones en curso serán de tal
envergadura que permitirán hablar de un mundo y de una sociedad nuevas? ¿Quizás
que los hábitos personales, el mundo de los valores que sirven como pautas de
comportamiento, las convicciones y creencias que nos mueven nos harán mirar al
pasado sin nostalgia? Es difícil saberlo. Pero sinceramente no lo creo.
Sea lo de
ello lo que fuere, me daría por satisfecho si en el “después” de la crisis lo
hombres nos hiciéramos más conscientes de nuestra condición y aceptáramos
sencilla y realísticamente nuestras debilidades y nuestros límites; si
comprendiéramos que la naturaleza encierra una misteriosa, divina, sabiduría
que hemos de procurar captar y respetar; si percibiéramos con mayor claridad
que todos gozamos de la misma, común, “humanidad” o dignidad humana, y que,
radicalmente, nadie es más nadie; que todos poseemos los mismos derechos
humanos esenciales; que solo el bien común es bien de todos y para todos; que
las personas y los pueblos somos responsables unos de otros, que debemos
cuidarnos mutuamente, con especial atención a los más débiles y necesitados, y
que nadie, individuos o pueblos, puede desentenderse o desinteresarse de los
demás sin que sufra en su humanidad.
Sea de
ello lo que fuere desearía que “después” no permitiésemos que nos arrollara de
nuevo la abundancia de bienes; que no nos dejáramos seducir sin más por
los estímulos publicitarios; que no nos redujéramos a ser consumidores que no
piensan…, más que en consumir; que cayéramos en la cuenta de que el placer
material, físico, animal, no significa necesariamente felicidad; que el
hedonismo es una falsa y fatal filosofía de vida; que no todo está sometido al
capricho personal o colectivo; que las cosas no son siempre del color del
cristal con que se miran, sino que algunas tienen su propio color y que hay
verdades que hay que buscar; que Occidente no puede recuperar vigor olvidando
sus raíces, renegando de su pasado, orillando los valores que la han hecho
grande, sino renovando, depurando y profundizando en su más noble historia: no
contra, sino en continuidad con ella; que por eso, no debemos empeñarnos
locamente en “deconstruir” al hombre privándolo de su propia identidad, de su
naturaleza, ni tampoco a la sociedad, abandonando las leyes más sabias y justas
que la han gobernado hasta ahora.
Sea de
ello lo que fuere, me gustaría que este tiempo de obligada quietud nos hubiera
avezado a un más frecuente mirar en nuestro interior ˗¡a orar!˗, para
dar sentido a lo que hacemos; a empeñarnos todos, sacerdotes, religiosos y laicos en una
ambiciosa evangelización; a contemplar el cielo dando un horizonte más
amplio, un mayor relieve, a nuestras vidas; a reconocer a Dios como amigo del
alma y roca segura en la que apoyar la propia existencia; a ver a los demás
como hijos del mismo Padre, miembros de un mismo pueblo y de un mismo cuerpo,
hermanos y compañeros de viaje hacia una hermosísima meta ˗¡el cielo!˗que
debemos alcanzar juntos; a sentirnos solidarios en la hermosa tarea de hacer el
bien y de sembrarlo a voleo; a entender esta tierra nuestra como casa común que
hemos de cuidar y como tarea cuya mejora y perfeccionamiento se nos ha
confiado.
Si así
fuere, diría: no me importa, Señor, que, cuando esto pase,
nada sea como antes.
+José María Yanguas
Obispo de Cuenca
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