La Cuaresma es, un año más, la invitación a volvernos
a Dios que nos llama a emprender el camino que conduce hasta la Pascua.
Es este un camino peculiar, porque al tiempo que avanzamos, Él nos sale
al encuentro, y toma la iniciativa. Cada etapa del camino cuaresmal es
ya la experiencia de la salvación que acontece en la muerte y resurrección
del Señor. En la Cuaresma se respira ya la Pascua.
A lo largo de estos próximos cuarenta días vamos a escuchar repetidamente
la palabra, conversión. Y conversión es la gracia de salir de nosotros
para girarnos, abrirnos, centrarnos en Dios. No es fácil reconocer que
vivimos encerrados en nosotros mismos, en nuestras ideas e intereses,
en nuestras preocupaciones y en nuestros proyectos. Convertirse es
romper las amarras que impiden el encuentro con Dios y con los hermanos.
Y esto no se da por un acto de la voluntad: yo puedo, y lo voy a hacer. La
conversión es algo más, exige abandono y confianza, además del acto de
la suprema libertad: amar.
La prueba más clara de la necesidad de conversión es el enfriamiento
del amor. Cuando el corazón se endurece, y lo sentimos en las palabras,
en los pensamientos, en las intenciones, y hasta en las mismas acciones,
entonces necesitamos poner calor que derrita el hielo del corazón, necesitamos conversión.
El Papa Francisco ha tomado como tema de su mensaje para Cuaresma
de este año las palabras del evangelio de san Mateo: “Al crecer la maldad
se enfriará el amor en la mayoría” (24,12). En un contexto ya de pasión,
de sufrimiento, se nos advierte sobre los falsos profetas que se aprovechan
de las emociones humanas para esclavizarnos en un mundo de mentiras
y de soluciones fáciles e inmediatas. “Estos estafadores no sólo
ofrecen cosas sin valor sino que quitan lo más valioso, como la dignidad,
la libertad y la capacidad de amar”.
Sería, por eso, un buen comienzo para la Cuaresma volver al amor primero,
sentir en nosotros el amor de Dios que nos recrea constantemente, que
nos ofrece la oportunidad de volver a empezar, que borra y olvida
todo aquello que nos avergüenza y nos impide seguir avanzando. La vida
nos puede pesar por las dificultades de camino, por el peso que muchas
veces soportamos, pero si alguien nos anima, nos acompaña y muestra la
meta, entonces todo cambia y nace la esperanza. Por eso, el tiempo de
Cuaresma es un tiempo de esperanza, es un tiempo de renovación
de la fe.
Claro que para emprender y seguir el camino cuaresmal que es don, nosotros
necesitamos poner los medios. Tres son los que nos propone la Iglesia:
oración, limosna y ayuno.
La oración. Es el momento de pararnos, centrarnos en nosotros mismos
y abrir el corazón a Dios. Como dice Teresa de Jesús, orar es hablar con
el que sabemos que nos ama. La oración es diálogo de amor. Ante alguien
que sabemos que nos ama nos acercamos con libertad y confianza, nos mostramos
como somos, porque sabemos que no podemos engañarlo, pero además no
queremos hacerlo. En la oración se descubren las mentiras del corazón
y buscamos el consuelo que todos necesitamos y que sólo podemos encontrar
en Dios. La oración es camino de liberación y de entrega. Os invito a
orar con la Palabra de Dios.
La limosna. Nos hace pensar en el otro y en sus necesidades, al tiempo
que nos libera de la pretensión de que nosotros y lo nuestro es lo sólo
importante. La limosna reconoce en el otro a un hermano, es un gesto
que va más allá de la beneficencia, es un don fraterno. Hemos de superar
esa visión de la limosna como algo humillante, porque con ella mostramos
nuestra superioridad sobre los demás, sobre los pobres, dándoles lo
que nos sobra, las migajas de nuestra mesa. Dice el Papa en su mensaje:
“Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico
estilo de vida”. Así, la limosna es la expresión del compartir, y no
sólo lo que tenemos, sino principalmente lo que somos. Para los cristianos
es también un modo privilegiado de expresar la comunión.
El ayuno. No ayunamos para mostrar nuestra fuerza de voluntad, ni
nuestra capacidad de renuncia. Ayunamos para poner el corazón en lo
importante, para decirnos a nosotros mismos que el centro de nuestra
vida ha de estar en Dios, para desterrar el egoísmo y la violencia que
anidan en el corazón humano. Al mismo tiempo, al ayunar sentimos en
nuestra propia carne lo que sienten los desposeídos de todo, los que carecen
de lo indispensable, los que sufren hambre, marginación o exilio.
Cada uno tendrá que pensar de qué ha de ayunar. “El ayuno nos despierta,
nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad
de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre”, nos recuerda el Papa.
Os invito, queridos hermanos y hermanas, a vivir este tiempo santo
de la Cuaresma mirando al Señor y a su Pascua; que la experiencia de
su amor nos fortalezca para ser sus testigos ante los hombres; que nos
acerquemos a su rostro encarnado en tantos hombres y mujeres que sufren,
para darle el consuelo de la fe y la esperanza.
En el camino cuaresmal nos encontramos con María, la Virgen; que
ella nos acompañe y nos conduzca hasta Cristo, nuestro Bien.
Con mi afecto y bendición,
+ Ginés García Beltrán
Obispo electo de Getafe y AD de Guadix
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