Parecía un viento huracanado con el que no contaba ninguno de ellos y se les coló por todas las rendijas del miedo que les encerraba a cal y canto. No terminaban de asimilar la ausencia del Maestro. Aquellos discípulos vieron marchar a Jesús, y quedaron así descompuestos y sin el amigo. Trataban de recordar tantas palabras que escucharon al vivo, y no olvidar un sinfín de gestos con los que el Señor había salido al paso de heridas, hambres, abusos, muertes y desencuentros. Pero aquellas palabras ya no salían de los labios de Cristo, sino de la mala memoria de sus vulnerables recuerdos. Y aquellos gestos no eran ya tampoco los que podían ver como un milagro en directo. Por eso, cuando Jesús se despidió de ellos, quedaron de esa manera huérfana, con sus nostalgias a la intemperie y la incertidumbre en los adentros. Así se entiende que estuvieran con las puertas y ventanas cerradas, acorralados por su miedo.
María
quiso hacer de esa coyuntura un pretexto. Y les dijo que orasen para dar
sentido a su encierro. Pero sobre todo les enseñaría a esperar, poniendo el
nombre verdadero a la confianza. La espera era la actitud ante una cita
incierta con aquello que dijo el Maestro: que enviaría el Espíritu Santo con su
luz y fortaleza, con su sabiduría y consuelo, con la templanza audaz que abre
de par en par el escondite de su agujero, sacándolos a la plaza pública donde a
plena luz dar testimonio de aquello que durante tres años les entregó de mil
modos como un Evangelio. Esto es lo que celebramos los cristianos en
Pentecostés, como colofón del tiempo de Pascua con la llegada del Espíritu
Santo que se nos prometió. Hoy pueden ser otros nuestros miedos, otras las
formas de nuestros escondrijos, y distintos también los temores, las
inseguridades, las cobardías y desconsuelos. Pero será siempre el mismo don de
aquel Espíritu Santo con el que Jesús vuelve a cumplir su promesa viniendo a
nuestro encuentro en el hoy de nuestros días y en el contexto de nuestras
circunstancias.
Siguiendo
una larga tradición, en el día de Pentecostés procedemos a la ordenación
ministerial de unos hermanos a los que hemos acompañado en su formación para
este momento. Serán dos sacerdotes y seis diáconos. No deja de ser una inmensa
alegría que llena de esperanza las velas de la barca en nuestra travesía con el
viento que insufla creadoramente el Buen Dios. Dos sacerdotes que comenzarán su
labor de curas ante unas comunidades cristianas tan necesitadas de labios que
pronuncien palabras de vida que Dios pone en ellos, y de manos que repartan
generosamente las gracias que el Señor quiere regalar a sus hijos a través del
ministerio de estos hermanos. Y digo lo mismo de los seis diáconos, tres de los
cuales son transitorios, que se prepararán para recibir el año que viene el presbiterado,
y otros tres que son diáconos permanentes respondiendo a la llamada recibida
sin dejar sus familias y trabajos. Todos ellos, cada cual con el matiz
vocacional de su llamada, se ponen al servicio de los demás como ministros de
la Buena Noticia que anunciarán de muchas formas como sacerdotes o diáconos. De
nuevo hay hambrientos y heridos, que sufren soledad y abandono, manipulación y
abuso a los que acudir con esa Palabra que Dios pone en nuestra boca y con esa
Gracia que Él distribuye con nuestras pequeñas manos.
Hay una
luz que se corresponde con nuestros ojos, una ternura que nuestro desvalimiento
sigue aguardando, un bálsamo que alivia y cura nuestras fracturas y desamparos.
Es la gracia del Espíritu Santo que a través de estos nuevos sacerdotes y
diáconos Dios quiere regalar en este momento de la historia cotidiana. Un
Pentecostés alargado que llena nuestra ciudad y nuestro corazón de la verdadera
alegría, como ventana abierta a la esperanza.
+
Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario