Los antiguos miraban al cielo alto para ver cómo les iría en la tierra abajo, porque dependían sus vidas de que lloviera en sus campos, de que saliera el sol sin abrasarlos, de que las semillas sembradas con sudor pudieran luego crecer hasta hacerse grandes gavillas. Este era el vaivén de una esperanza cotidiana que tenía sus altibajos, mirando al cielo al tiempo que la tierra se labraba. Hoy la esperanza pasa también por otros observatorios. Se puede consultar un programa meteorológico en el propio teléfono móvil, pero también se asoma uno a cómo van los termómetros que miden la bolsa, los índices de paro, las cifras de contagio por una pandemia intrusa. Y así podríamos ir desgranando tantos y tantos puntos en los que se focaliza nuestra mirada.
Pero la
esperanza verdadera, no los augurios de nuestras holganzas y deseos serenos,
tantas veces no pasa por nuestros controles, nuestras demoscopias electorales,
sino por algo diverso que no depende de nosotros. Como cristianos hemos aprendido
a crecer en nuestra fe que llena de confianza nuestra vida cuando sabemos que
está en las manos bondadosas de un Dios providente; hemos aprendido también a
crecer en nuestro amor, cuando éste no es sinónimo de capricho frivolón, ni
abuso pactado o no de lo que no debe tener cabida en el corazón; y hemos
aprendido a crecer en la esperanza, cuando ponemos nuestra paz no en las
circunstancias favorables, sino en el modo distinto de mirarlas y abrazarlas
desde la gracia que nunca nos niega Dios.
La comunidad
cristiana siempre nos acompaña en estos avatares, nos educa con auténtica
pedagogía, para ir construyendo, entre todos, una sociedad distinta en la que
se pueda respirar el aire de la libertad, de la paz y la esperanza verdaderas.
Sin alharacas ni extrañas pretensiones, queremos acercarnos a cada tramo del
camino en este mundo plural y variopinto, para poner nuestra nota distintiva de
color que tomamos de la misma paleta cromática de Dios. La Iglesia, que cada
día da gracias a Dios por tantas cosas, y cada día sabe pedir perdón también
por sus pecados, desde un primer momento ha querido estar cerca de los que peor
lo están pasando, de quienes son las víctimas de un sistema herido y de unos
inmorales sin remedio. Lo hacemos calladamente, abriendo nuestros centros de
acogida para dar techo, para dar alimento, para distribuir ropa y facilitar
medicamentos. Es ingente la labor que realizan Cáritas, Manos Unidas, las
Conferencias de San Vicente de Paúl, tantas asociaciones católicas, incontables
parroquias y las organizaciones que sin ser confesionales tienen en el
cristianismo su inspiración y comienzo.
No solo
en el terreno social directo, sino también en el preventivo a través de la
educación en una visión cristiana de la vida, donde a niños, jóvenes, adultos y
ancianos les proponemos un modo de ver las cosas, de abrazarlas, de evaluarlas
y discernirlas. El Evangelio nos acerca esa sabiduría de Dios que se hizo
historia, gesto y palabra en Jesucristo. Aunque a veces no estamos a la altura
de semejante regalo, son el Señor y su Evangelio, la Iglesia en sus dos mil
años, quienes representan el referente y la más preciosa compañía. La comunidad
cristiana está en medio de este mundo plural y diverso. Con discreción tratamos
de mejorar el mundo, esta historia inacabada como una incompleta sinfonía. Lo
hacemos desde el testimonio creyente celebrando que Dios está entre nosotros y
nos acompaña. Lo hacemos desde la cultura que ha generado tantas obras de arte
y literatura, tantas escuelas de pensamiento. Lo hacemos también desde una
caridad hecha verdad, abrazo solidario que sale al encuentro de los heridos, de
los engañados, de los usados y tirados en la cuneta de la vida. Esta es la
fuente de esperanza que nos atrevemos a compartir con nuestros contemporáneos
en un domingo dedicado a la Iglesia diocesana, como una Iglesia viva, como una
comunidad cristiana.
+ Fr.
Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
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