Me parecía una larga andadura hasta que se pudiera vislumbrar el final de la carrera. Eran seis años largos de estudios que se antojaban interminables. Pero así tuvo comienzo ese primer momento tras haber ingresado en el seminario. Quedaban atrás otros estudios civiles después de los reglamentarios antes de la universidad, experiencias laborales con los primeros pasos en el mundo de los adultos, vivencias afectivas de las que llenan el corazón de un joven enamoradizo. Todo un mundo de ilusión e incertidumbre que se abría cada mañana ante tu mirada. Y finalmente llegó el día tantas veces soñado, con toda su carga de respeto ante lo desconocido: la ordenación. El día de San Juan de Ávila se celebra al patrón de los sacerdotes y podremos homenajear a los que cumplen sus bodas de oro o de plata sacerdotales. Es un momento para dar gracias por todos y cada uno de los curas de nuestra Diócesis, en estos momentos de dificultad por una pandemia, que están acompañando a nuestro pueblo y sosteniendo la esperanza de tantas personas.
Si ahora
echasen los curas atrás su mirada, sería fácil reconocer cuántos momentos han
ido sucediéndose en el transcurso desde la ordenación. Ahí se agolpan los
nombres de personas, el domicilio de destinos pastorales, el ir y venir en el
vaivén de los primeros años y los que llegaron después, modulando acaso los
anhelos de cuando eran misacantanos. Y como si fuera un álbum de fotos
permanecen en el secreto del recuerdo esos tramos de vida con el rostro de personas,
la imagen de parroquias y la entrega a los quehaceres. Estoy seguro que desde
aquellas últimas corazonadas en las fechas previas a la ordenación sobre cómo
sería el primer destino o cómo se desarrollaría después, hasta las primeras
experiencias que sucesivamente se han ido sucediendo en el tiempo, cuántas
cosas guardan los curas en el corazón como una memoria de gratitud.
Me gusta
decir que una biografía humana, como la de un cura, tiene esa amalgama de
mieles y de hieles, con las que la vida pone a prueba lo mejor de nosotros
mismos y nuestra capacidad de superación ante las sorpresas agridulces y
variopintas. Pero cuando se vive en Dios y con los hermanos que Él nos da en su
Iglesia, las mieles no nos secuestran con su señuelo y las hieles no nos amargan
con su impostura. Esta es la santa libertad de los hijos de Dios, de la que un
sacerdote debe ser principal testigo. Y si la miel o la hiel nos han hecho
rehenes de unos gozos o unas penas que nos han quitado libertad, es señal de
que no han sido vividas en el Señor ni tampoco en la verdad.
En ese
día festivo del patrón de los sacerdotes nos unimos al homenaje fraterno en el
reconocimiento por su ministerio, y le pedimos al Señor que hagan una memoria
agradecida de todo este largo periplo de cincuenta, veinticinco o qué sé yo
cuántos años. Con ellos damos gracias por sus padres, párrocos, formadores,
profesores que intervinieron en el descubrimiento de la vocación y acompañaron
su fiel respuesta al Señor. Con ellos damos gracias por todo lo vivido en estos
años, a pleno sol o en penumbra, para que no sean deudores de ninguna lisonja
ni tampoco prisioneros de ningún rencor. Con ellos volvemos a poner sobre el
altar de su ofrenda, a todos los niños que han bautizado, a los que dieron la
primera comunión y tantas otras más, a los que perdonaron sus pecados, a los
que presidieron su enlace matrimonial, a los que ungieron su enfermedad o sus
muchos años, a los que al final de la andadura dijeron adiós en el Señor tras
la hermana muerte. Todos con sus nombres, con sus historias, con su destino.
Es bueno
agradecer la impagable labor de nuestros curas, con toda la entrega que por
vocación de Dios viven acompañando y bendiciendo a las personas con las que se
cruzan sus vidas. Feliz día de San Juan de Ávila, quien decía que un sacerdote
debe saber a lo que sabe Dios. ¡Qué hermosa vocación!
+ Jesús
Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
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