Estas son las flores de mi casa, sencillas, pequeñas, en ramitas enclenques que me encuentro por el camino. No, no quiero rosas ni tulipanes ni crisantemos ni enormes flores, soy del jazmín, la margarita y el aroma suave del campo... Mis flores no necesitan invernadero, ni están en venta, me gustan tal y como Dios me las regala, chiquitas y preciosas brillando como perlas sobre mantos verdes.
Así quiero mi vida, pasar desapercibida,
lejos muy lejos de la ostentación y llenar de florecillas vasitos de agua lo
mismo que Dios llena el alma.
Es la mirada sencilla la que advierte
la grandeza de lo humilde, es el don de reparar en lo pequeño y ver cuánta
perfección existe sin que mano humana intervenga.
Yo no necesito teólogos ni eruditos
para escuchar el amor de la Palabra, simple como las flores que me gustan, como
el Catecismo “Ripalda” para niños.
¡Ay
de los que hacen filosofía para justificar la sí o la no existencia de Dios!
Madre mía, cuánta complicación mental y no somos “nada” ante el “Todo”.
Pienso que Dios es lo más “silvestre” que
conozco: Nadie Le maneja, nadie puede cambiarLe, nadie ante Él es más grande
que un átomo de una molécula de nieve...
Cuando veas una diminuta flor entre las
rendijas de la acera, piensa: Así son las cosas de lo Alto, poco a poco,
paso a paso y tendrás “un jardín” repleto de “flores”.
Emma
Diez Lobo
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