Desde
unas horas antes, olían a tomillo y romero las calles. Al día siguiente se
celebraba algo importante y ya desde la víspera se iba ambientando toda la
ciudad en esas calles y plazuelas por donde pasaría en la mañana detrás, quien
cada año se aguardaba su visita callejera como quien ve pasar al más esperado.
El paso de los viandantes hacía que sus pies fueran la molienda de un aroma que
durante días quedaba prendido en nuestras ropas casi estivales, en ese trajinar
de aquí para allá, mientras las ramas olorosas del romero y del tomillo
campestre, se rendían a nuestros pies haciendo subir su particular y penetrante
incienso vegetal. Todo aquel ambiente mágico verdaderamente, nos escenificaba
una de las fiestas populares más entrañables del pueblo cristiano: el Corpus
Christi. Balcones adornados, pétalos de rosas al pasar, y una profunda
adoración mientras se cantaba al Amor de los amores: Jesús, el Señor.
No fue
por los modernos sistemas de comunicación rápida de las redes sociales más
frecuentadas. No fue tampoco a través de los sistemas antiguos de paloma
mensajera, o de mensajeros sin más. Pero llegó un momento en el que Él decidió
que mensaje y mensajero coincidiesen, y fue el mismo Dios quien quiso hablarnos
de Dios. Jesucristo es el Hijo de Dios, que sin dejar su condición divina no se
disfrazó tampoco de una ropería humana. Verdadero Dios y verdadero hombre, para
que el hombre tuviera un acceso cordial a la entraña de Dios como hijo adoptado
como criatura amada por su Creador.
A través
de los tiempos, cada generación se ha preguntado sobre el porqué de semejante
lance. ¿Será que Dios se hizo débil y de pronto sintió la necesidad de aliarse
con el hombre? ¿Será que Dios envejeció de repente y le entraron morriñas de
anciano? ¿Será que el hombre, quizás, forzó un encuentro para negociar con el
Altísimo en nuestros parlamentos humanos? Ninguna de esas razones explica lo
sucedido. Lo único que cabe y aconteció, es que el Dios Todopoderoso quiso
acercarse por amor al hombre todo menesteroso. Es la omnipotencia del amor y no
la prepotencia de la soberbia.
La Santa
Eucaristía es el sacramento del amor entregado: no os dejaré solos, estaré con
vosotros todos los días, nos dijo al despedirse de nosotros, mientras nos decía
el “tomad y comed mi Cuerpo”. Y esta presencia que se hace compañía, se hace
alimento, es la que celebramos mirando el Cuerpo de Cristo que por nosotros
nació de María Virgen, por nosotros aprendió a ser humano, por nosotros se
entregó a la muerte de cruz, y por nosotros resucitó su muerte y la nuestra.
Paseamos
al Señor por nuestras calles y plazas, tras haber celebrado esa Presencia
eucarística en la Santa Misa. Él camina por donde andan nuestros pasos, en las
encrucijadas de nuestros encuentros y nuestros desencuentros, allí por donde
deambulan nuestras penas y llantos y nuestras esperanzas y sonrisas. Pero ese
Dios que pasea su vida por dónde camina la nuestra, quiere que salgamos al
encuentro de los hermanos y hermanas que pone a nuestro lado, y que repitamos
con ellos su mismo divino gesto solidario: Eucaristía y Caridad se abrazan en
una misma fiesta, como si fuera la misma medalla, la idéntica moneda, con sus
dos caras tan inseparables como inconfundibles. Amar a Dios y los que Dios ama.
Amar al hombre reconociendo en él a quien Dios amó entregándose del todo.
Corpus Christi, compromiso de Dios que se pasea en nuestras vidas e historias,
que acompaña nuestras soledades y nos abraza con una entraña sólo digna y sólo
propia del Señor. Dios es Amor, en la procesión de la vida. ¡Qué hermosa y necesaria
compañía en estos tiempos nuestros tan revueltos!
+ Fr.
Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
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