domingo, 7 de junio de 2020

Para comprender el misterio


Al pensar en el misterio de la Santísima Trinidad puede embargarnos la idea de que para entender algo al respecto se necesitan gruesos volúmenes de densa teología, accesible sólo para grandes especialistas. Y, sin embargo, las lecturas con las que hoy la Iglesia nos invita a meditar en este misterio se distinguen por su brevedad, por lo escueto y lacónico de su contenido. Puede ser un buen indicativo de que ante este misterio, que es el misterio mismo de Dios, hay que empezar por renunciar a “explicarlo”, es decir, a entrar en él para desentrañar sus “elementos” y ponerlos delante de nuestra mirada. No podemos “entrar” en el misterio de Dios, en primer lugar, porque Dios no se deja manejar y manipular por nosotros. Además, porque Dios no es “problema” que requiera una solución con la fuerza (en esto, más bien escasa) de nuestra razón, al estilo de los problemas matemáticos; menos aún es un acertijo o un enigma que puede desvelarse a base de imaginación o agudeza.
Pero nada de esto significa que tengamos que “cortarnos la cabeza” y aceptar sin crítica afirmaciones sin sentido, que sólo servirían para poner a prueba nuestra credulidad o nuestra docilidad… A pesar de lo dicho al principio, los gruesos volúmenes de teología para especialistas también son necesarios. Sólo que tampoco ellos son suficientes si no van precedidos de disposiciones personales que no son cosa exclusiva de especialistas, sino cuestión de fe y necesarias para todo creyente. De estas disposiciones habla hoy la Palabra de Dios, y a ellas nos invita.
La primera de todas es la apertura de espíritu: tenemos que abrirnos a la contemplación del misterio (y no a la explicación o la solución del problema). No podemos entrar en el misterio de Dios, pero es Dios mismo el que se adelanta a salir de sí, a revelarse, a decirse, a darse. Es el Señor el que “baja de la nube” y se queda con nosotros, como se quedó con Moisés; es Dios quien se manifiesta, y su mostrarse consiste en revelarse como misericordia y compasión, rico en clemencia y lealtad, dispuesto a caminar con nosotros, a pesar de la dureza de nuestra cerviz, a pesar de nuestros pecados y de que continuamente lo rechazamos.
Lo que nos dice Dios de sí mismo está admirablemente resumido en las palabras de Jesús a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.” El misterio de la Trinidad, esto es, de la vida interna de Dios, es un misterio de amor, y de un amor extremo, difícil de comprender, porque es un amor hasta la muerte, pero que salva y da vida, y una vida plena, que es lo que significa la vida eterna. ¿Se puede “explicar” el amor, esto es, desentrañarlo y exponer sus “elementos”? Es evidente que nos encontramos en otra dimensión, que trasciende la pura objetividad teórica. Comprender un amor así, hasta el extremo, significa dejarse sorprender por él, acogerlo, asimilarlo, hacerlo propio, y esto es empezar a comprender el misterio de la Trinidad. Porque este misterio es el de un Dios amor que se entrega totalmente, sin reservas, con una pureza total. Pero si Dios “amó tanto al mundo” como para entregarle su propio Hijo (y es el Hijo que se entrega el que lo dice), es que esa entrega es la esencia misma de Dios, de modo que ya su vida interna consiste en ese entregarse mutuamente en amor puro. Esto es, comprendemos que la vida interna de Dios es relación, comunicación y, por eso, diferencia personal y, al mismo tiempo, perfecta unidad. Eso es el amor: unidad en la diferencia, relación que supera la diferencia pero sin anularla. Ahora bien, esta comprensión no significa que “descifremos” el misterio de Dios. Porque, repitámoslo de nuevo, nosotros no podemos entrar en él, pero Dios puede revelarnos quién es: y no sólo teóricamente, sino precisamente comunicándonos su amor, un amor extremo, hasta la muerte, haciéndonos partícipes de él, dándonos vida, salvándonos de perecer. Aunque no podamos encerrar esta comprensión de Dios en un concepto, ni siquiera en todo un sistema de filosofía, al menos evitamos identificar al Dios cristiano con el ser inmutable de Parménides o el Motor inmóvil, pensamiento de pensamiento de Aristóteles: conceptos de Dios que, aun reconociendo su valor teórico (como purificación de la idolatría), no nos sirven, ni nos consuelan, ni nos salvan, porque están encerrados en sí mismos, y son incapaces de salir de sí al encuentro del hombre con misericordia y compasión. En realidad, atisbar este misterio trinitario del Dios amor nos ayuda a comprender que ni siquiera el monoteísmo por sí mismo es suficiente para una adecuada imagen de Dios. Pues el monoteísmo sin más puede significar una especie de monarquismo teológico en el que Dios se comporta sólo como un legislador (incluso como un tirano) que establece relaciones verticales con los hombres, ante las que sólo cabe el sometimiento temeroso y servil.
Un Dios único pero habitado interiormente por relaciones personales de mutua entrega y amor es un Dios que tiende a expresarse, a revelarse, a darse personalmente, y, al hacerlo, no sólo no nos somete a la condición de siervos, sino que, al contrario, nos libera, nos pone a su nivel, pues ya en la encarnación se ha puesto Él al nuestro: “se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo” (Flp 2, 7), de modo que nos convierte en amigos: “no os llamo siervos…; os llamo amigos” (Jn 15, 15); y hermanos suyos: “vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20, 17).
Es evidente que estamos hablando de un modo de comprender que trasciende con mucho el plano intelectual. Por eso la preparación para la acogida del misterio tiene connotaciones propias, prácticas, existenciales, de las que nos advierte Pablo en su carta a los Corintios; en primer lugar, la alegría: el comunicarse y darse de Dios es una buena noticia que no debe generar temor; en segundo lugar, la voluntad de cambiar de vida, de enmendarse, de mejorar: el Dios que viene a visitarnos y que nos comunica su amor extremo nos invita a movernos en la línea de lo mejor, a dar lo mejor de nosotros mismos y, por tanto, a reconocer las porciones de mal que conviven con nosotros; se trata a veces de una batalla ardua, porque tenemos la experiencia de que el mal tiene raíces resistentes incluso a nuestra buena voluntad; pero no por eso hemos de caer en el desánimo. Al contrario, sabiendo que Dios no viene en plan punitivo o censor, sino a darnos vida, que no nos juzga (somos nosotros los que nos juzgamos a nosotros mismos, según nos abramos o cerremos a esta visita de Dios), tenemos motivos para animarnos, ensanchar el alma y respirar. Y todas estas actitudes no pueden no revertir en los demás: Pablo nos llama a la unanimidad y la paz; pero no en un sentido romántico o fácil: todos sabemos lo mucho que cuesta armonizar los ánimos y superar los conflictos. Pero es que Dios mismo nos ha mostrado el camino: el verdadero amor, el que compone la esencia y la vida de Dios, consiste en la disposición a dar la vida. Y nosotros, alcanzados por ese amor y esa vida, vivimos a imagen de la Trinidad cuando tratamos de reproducir en nuestra vida esa misma medida de amor.
Cuando acogemos esta revelación de Dios y participamos de este modo en la misma vida divina, que se sustancia en el mandamiento del amor, se nos iluminan todas esas expresiones que continuamente escuchamos y decimos en nuestra oración: “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”, que “os bendiga Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo”, o, como concluye hoy Pablo y empezamos nosotros la Eucaristía: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros”. Amén.
José María Vegas, cmf.



No hay comentarios:

Publicar un comentario