Al pensar en el misterio de la Santísima Trinidad
puede embargarnos la idea de que para entender algo al respecto se necesitan
gruesos volúmenes de densa teología, accesible sólo para grandes especialistas.
Y, sin embargo, las lecturas con las que hoy la Iglesia nos invita a meditar en
este misterio se distinguen por su brevedad, por lo escueto y lacónico de su
contenido. Puede ser un buen indicativo de que ante este misterio, que es el
misterio mismo de Dios, hay que empezar por renunciar a “explicarlo”, es decir,
a entrar en él para desentrañar sus “elementos” y ponerlos delante de nuestra
mirada. No podemos “entrar” en el misterio de Dios, en primer lugar, porque
Dios no se deja manejar y manipular por nosotros. Además, porque Dios no es
“problema” que requiera una solución con la fuerza (en esto, más bien escasa)
de nuestra razón, al estilo de los problemas matemáticos; menos aún es un
acertijo o un enigma que puede desvelarse a base de imaginación o agudeza.
Pero nada de esto significa que tengamos que
“cortarnos la cabeza” y aceptar sin crítica afirmaciones sin sentido, que sólo
servirían para poner a prueba nuestra credulidad o nuestra docilidad… A pesar
de lo dicho al principio, los gruesos volúmenes de teología para especialistas
también son necesarios. Sólo que tampoco ellos son suficientes si no van
precedidos de disposiciones personales que no son cosa exclusiva de
especialistas, sino cuestión de fe y necesarias para todo creyente. De estas
disposiciones habla hoy la Palabra de Dios, y a ellas nos invita.
La primera de todas es la apertura de espíritu:
tenemos que abrirnos a la contemplación del misterio (y no a la explicación o
la solución del problema). No podemos entrar en el misterio de Dios, pero es Dios
mismo el que se adelanta a salir de sí, a revelarse, a decirse, a darse. Es el
Señor el que “baja de la nube” y se queda con nosotros, como se quedó con
Moisés; es Dios quien se manifiesta, y su mostrarse consiste en revelarse como
misericordia y compasión, rico en clemencia y lealtad, dispuesto a caminar con
nosotros, a pesar de la dureza de nuestra cerviz, a pesar de nuestros pecados y
de que continuamente lo rechazamos.
Lo que nos dice Dios de sí mismo está admirablemente
resumido en las palabras de Jesús a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él,
sino que tengan vida eterna.” El misterio de la Trinidad, esto es, de la vida
interna de Dios, es un misterio de amor, y de un amor extremo, difícil de
comprender, porque es un amor hasta la muerte, pero que salva y da vida, y una
vida plena, que es lo que significa la vida eterna. ¿Se puede “explicar” el
amor, esto es, desentrañarlo y exponer sus “elementos”? Es evidente que nos encontramos
en otra dimensión, que trasciende la pura objetividad teórica. Comprender un
amor así, hasta el extremo, significa dejarse sorprender por él, acogerlo,
asimilarlo, hacerlo propio, y esto es empezar a comprender el misterio de la
Trinidad. Porque este misterio es el de un Dios amor que se entrega totalmente,
sin reservas, con una pureza total. Pero si Dios “amó tanto al mundo” como para
entregarle su propio Hijo (y es el Hijo que se entrega el que lo dice), es que
esa entrega es la esencia misma de Dios, de modo que ya su vida interna
consiste en ese entregarse mutuamente en amor puro. Esto es, comprendemos que
la vida interna de Dios es relación, comunicación y, por eso, diferencia
personal y, al mismo tiempo, perfecta unidad. Eso es el amor: unidad en la
diferencia, relación que supera la diferencia pero sin anularla. Ahora bien,
esta comprensión no significa que “descifremos” el misterio de Dios. Porque,
repitámoslo de nuevo, nosotros no podemos entrar en él, pero Dios puede
revelarnos quién es: y no sólo teóricamente, sino precisamente comunicándonos
su amor, un amor extremo, hasta la muerte, haciéndonos partícipes de él,
dándonos vida, salvándonos de perecer. Aunque no podamos encerrar esta
comprensión de Dios en un concepto, ni siquiera en todo un sistema de
filosofía, al menos evitamos identificar al Dios cristiano con el ser inmutable
de Parménides o el Motor inmóvil, pensamiento de pensamiento de Aristóteles:
conceptos de Dios que, aun reconociendo su valor teórico (como purificación de
la idolatría), no nos sirven, ni nos consuelan, ni nos salvan, porque están
encerrados en sí mismos, y son incapaces de salir de sí al encuentro del hombre
con misericordia y compasión. En realidad, atisbar este misterio trinitario del
Dios amor nos ayuda a comprender que ni siquiera el monoteísmo por sí mismo es
suficiente para una adecuada imagen de Dios. Pues el monoteísmo sin más puede
significar una especie de monarquismo teológico en el que Dios se comporta sólo
como un legislador (incluso como un tirano) que establece relaciones verticales
con los hombres, ante las que sólo cabe el sometimiento temeroso y servil.
Un Dios único pero habitado interiormente por
relaciones personales de mutua entrega y amor es un Dios que tiende a
expresarse, a revelarse, a darse personalmente, y, al hacerlo, no sólo no nos
somete a la condición de siervos, sino que, al contrario, nos libera, nos pone
a su nivel, pues ya en la encarnación se ha puesto Él al nuestro: “se despojó
de sí mismo tomando la condición de siervo” (Flp 2, 7), de modo que nos
convierte en amigos: “no os llamo siervos…; os llamo amigos” (Jn 15, 15); y
hermanos suyos: “vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi
Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20, 17).
Es evidente que estamos hablando de un modo de
comprender que trasciende con mucho el plano intelectual. Por eso la
preparación para la acogida del misterio tiene connotaciones propias,
prácticas, existenciales, de las que nos advierte Pablo en su carta a los
Corintios; en primer lugar, la alegría: el comunicarse y darse de Dios es una
buena noticia que no debe generar temor; en segundo lugar, la voluntad de
cambiar de vida, de enmendarse, de mejorar: el Dios que viene a visitarnos y
que nos comunica su amor extremo nos invita a movernos en la línea de lo mejor,
a dar lo mejor de nosotros mismos y, por tanto, a reconocer las porciones de
mal que conviven con nosotros; se trata a veces de una batalla ardua, porque
tenemos la experiencia de que el mal tiene raíces resistentes incluso a nuestra
buena voluntad; pero no por eso hemos de caer en el desánimo. Al contrario, sabiendo
que Dios no viene en plan punitivo o censor, sino a darnos vida, que no nos
juzga (somos nosotros los que nos juzgamos a nosotros mismos, según nos abramos
o cerremos a esta visita de Dios), tenemos motivos para animarnos, ensanchar el
alma y respirar. Y todas estas actitudes no pueden no revertir en los demás:
Pablo nos llama a la unanimidad y la paz; pero no en un sentido romántico o
fácil: todos sabemos lo mucho que cuesta armonizar los ánimos y superar los
conflictos. Pero es que Dios mismo nos ha mostrado el camino: el verdadero
amor, el que compone la esencia y la vida de Dios, consiste en la disposición a
dar la vida. Y nosotros, alcanzados por ese amor y esa vida, vivimos a imagen
de la Trinidad cuando tratamos de reproducir en nuestra vida esa misma medida
de amor.
Cuando acogemos esta revelación de Dios y participamos
de este modo en la misma vida divina, que se sustancia en el mandamiento del
amor, se nos iluminan todas esas expresiones que continuamente escuchamos y
decimos en nuestra oración: “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo”, que “os bendiga Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo”, o, como concluye
hoy Pablo y empezamos nosotros la Eucaristía: “La gracia del Señor Jesucristo,
el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos
vosotros”. Amén.
José María Vegas, cmf.
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