Llevamos
ya muchas semanas de lucha cuerpo a cuerpo con una pandemia que nos deja
vulnerados en no pocos sentidos. Con todo nuestro empeño y sincera
responsabilidad colaboramos para que no se propague más, mientras agradecemos a
todos los que, de un modo u otro, están dándolo todo para atajar este mal. Con
piedad hacemos nuestro el dolor ante el tremendo número de fallecidos,
poniéndolos en nuestras oraciones y mostrando la cercanía a sus familiares y
amigos. El próximo domingo 26 de julio, en las catedrales de España, tendremos
una Eucaristía simultánea a las 12h. para encomendar a Dios el eterno descanso
de todos los que habiendo muerto en este tiempo, no han podido ser enterrados
con el auxilio espiritual de un funeral cristiano. En nuestra diócesis, esto lo
extenderemos en el mismo día y a la misma hora, a todas las parroquias
asturianas.
No
pocas personas me han preguntado sobre el significado de esta penuria que a
todos nos tiene preocupados y ha abierto frentes en todos los frentes,
dejándonos tocados y malheridos. Me viene el recuerdo del diluvio universal. No
fue el único el que relata la Biblia. Sólo en Mesopotamia hubo varios. Y cuando
acontece una catástrofe natural que anega los campos, derriba las casas, ahoga
a personas, destruye ciudades, no puede reducirse la actitud inteligente a
asomarse a la dura realidad esperando sencillamente que escampe. Sin duda que
la tormenta escampará, pero ¿dónde queda lo que se ha llevado por delante?
¿Dónde están las personas queridas que hemos perdido? ¿Cómo hacer para levantar
la ciudad, reconstruir lo derribado, recuperar el trabajo cotidiano que se ha
llevado la riada? Mirar al cielo para ver si escampa, es insuficiente, más allá
del sincero deseo que esto ocurra cuanto antes.
Aquellas
víctimas del diluvio bíblico, no se quedaron en el desastre natural sólo
esperando que escampase, o lamentando lo ocurrido, o tratando de hacer de la
necesidad tan abultada una virtud humilde de rearme moral. Aquel hombre,
además, intentó comprender lo que allí Dios les estaba diciendo, trató de leer
en aquellos renglones tan torcidos lo que rectamente el Señor estaba
escribiendo. Y sacaron conclusiones, aprendieron lecciones, se lanzaron a
reconstruir su propia humanidad de una manera distinta a como estaba antes de
que cayera la primera gota de un diluvio interminable.
El
domingo pasado celebrábamos la festividad de la Ascensión de Jesús. Y el libro
de los Hechos nos relataba esa escena en la que los discípulos quedaron
pasmados, totalmente embobados mirando al cielo desde todos sus bloqueos. Y se
les hizo esa advertencia por parte de los mensajeros de Dios: “varones
galileos, ¿qué hacéis parados ahí mirando al cielo?” (Hch 1,11). Hay un modo de mirar al cielo que nos
enajena, nos descompromete, nos evade… para afrontar toda una tarea que nos
está reclamando lo mejor de nosotros mismos aquí en la tierra. Pero hay también
un modo de afanarse en la mirada a la tierra, que nos lleva a olvidar lo que un
diluvio o una pandemia nos enseña forzosamente: nuestra vulnerabilidad. No, no
somos dioses. Y tantas cosas que parecían intocables e imperecederas, han
saltado por los aires en esta circunstancia. Mientras que han brillado con luz
propia las cosas que realmente valen la pena y teníamos olvidadas.
Mirar
al cielo debidamente, mirar a la tierra apasionadamente. No son dos miradas
excluyentes ni contradictorias, sino que cuando acertamos a mirar cómo se debe
ese cielo hacia el que caminamos, y esa tierra que nos reclama darnos con la
solidaridad y caridad cristianas, entonces se dilata la mirada, se fortalece
nuestra debilidad, se anima el desánimo y los desencantos se llenan de
esperanza. Porque mirando al cielo sin olvidar la tierra, nos hace ser
constructores de un mundo nuevo y mejor desde los escombros que de tantos modos
nos quedan tras una catástrofe, mientras creemos no en una vida larga y
longeva, por más que pueda ser deseable, sino en una vida eterna que es la que
a todos nos aguarda en el cielo del que somos ciudadanos y es nuestra patria
verdadera.
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Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Dios os guarde.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
J.C.