¿No son las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy
una variante de esta actitud sectaria? Porque parece que nos invita a poner en
segundo plano nuestras relaciones familiares para centrarnos en exclusiva en su
persona, como objeto de nuestro amor. Puede parecerlo, pero no es así. Jesús no
dice que no debemos amar a nuestros familiares, padre, madre, hermanos, hijos,
sino que el amor a Él debe estar en la cima de la jerarquía de nuestros amores.
Y esto es así, sencillamente, porque también el amor familiar está afectado por
el pecado y necesita ser redimido. Con mucha frecuencia las relaciones familiares
están basadas en la violencia, la manipulación, el egoísmo, los celos. Aunque
teóricamente se trata de la forma más incondicional y básica del amor (como el
amor de la madre hacia sus hijos), con mucha frecuencia en la práctica no es
así y las relaciones familiares se convierten en un infierno del que muchos
aspiran sólo a liberarse. Por difícil que parezca, hasta la madre puede llegar
a olvidarse de su niño de pecho y a no compadecerse del hijo de sus entrañas,
como recuerda con dramatismo el profeta Isaías (49, 15).
La salvación que Jesús ha venido a traer a la tierra
afecta también a las relaciones familiares, también este amor tan natural e
inmediato necesita ser redimido. Y es Jesús el que nos da la medida de ese amor
salvador: es el amor con el que Él mismo nos ha amado, dando su vida por
nosotros en la cruz. Amar a Cristo más que al propio padre, madre, hermanos,
hijos… es el mejor modo de llegar a amar a estos últimos de verdad e
incondicionalmente. Porque en el amor a Cristo se purifica nuestra pobre
capacidad de amar, tan afectada por el pecado, y en ese amor aprendemos la
sabiduría de la cruz, adquirimos la fuerza y la gracia para vivir dando la vida
por aquellos a los que amamos.
Pablo nos ayuda muy bien hoy a entender la naturaleza
de este amor prioritario a Cristo: no se trata de algo meramente sentimental o
psicológico. No es fácil mandar sobre los propios sentimientos, ni hay que
forzar las cosas por la vía emocional, pues el amor cristiano no se reduce a
una cuestión de emociones. El amor prioritario a Cristo significa una
“incorporación” a su persona y, por tanto, a todo el misterio de su vida y de
su muerte. No es una cuestión del mero sentimiento, ni tampoco un ejercicio de
voluntarismo moral, sino del don que, por la fe, y en el bautismo, hemos
recibido: muertos al pecado, nos convertimos en criaturas nuevas, que viven en
la vida nueva de la resurrección. Esto que suena, tal vez, a sutileza
teológica, tiene una traducción práctica en nuestra vida cotidiana: no nos
guiamos sólo por intereses individuales, más o menos legítimos y más o menos
egoístas, no dejamos que los sentimientos espontáneos guíen nuestro
comportamiento, sino que el criterio de vida es para nosotros el amor con el
que Cristo nos ha amado. Es un amor más fuerte que la muerte, pues en la
resurrección la muerte ha sido vencida, y eso nos lleva a la disposición de dar
la vida por los hermanos, por los nuestros y por los ajenos, por los cercanos y
por los lejanos. Esto significa estar abiertos a las necesidades de los demás,
tomar sobre nosotros, en la medida de nuestras posibilidades, la carga de los
más débiles, perdonar cuando nos ofenden, no devolver mal por mal, y un largo
etcétera que se desgrana a lo largo de los Evangelios. Naturalmente, en esta
vida encontramos muchos obstáculos para vivir así, pero precisamente los
Evangelios nos hablan de un camino de seguimiento, de un proceso en el que
Jesús, Señor y Maestro, nos guía y enseña a crecer en ese amor, cuya semilla ya
hemos recibido en el amor que Dios por medio de Jesucristo ya nos ha regalado.
Realmente, podemos pensar que si muchos matrimonios y
familias cristianas fracasan es porque no acabamos de tomarnos en serio lo que
supone el bautismo y el modo de vida que lleva consigo. No se trata de ser
perfecto, sino de iniciar un camino en la escuela del amor que Jesús, no de
modo teórico, sino vivo y existencial, nos transmite y enseña. Es ahí dónde
podemos experimentar cómo ese perder la vida (las negaciones de uno mismo que
el amor a veces exige) es realmente encontrarla, pues es encontrar la vida
nueva del Resucitado.
A diferencia de esos amores sectarios, de los que
hablábamos al principio, el verdadero amor cristiano es inclusivo y difusivo.
Cuando vivimos en Cristo, el bien que hemos recibido de Dios, alcanza a todos
los que se encuentran con nosotros, incluso si ellos no lo saben. Porque en la
acogida de los discípulos de Cristo se está acogiendo al mismo Cristo. Y esto
habla, además, del gran don que hemos recibido con la fe, y del don que podemos
hacer a los demás cuando vivimos o tratamos de vivir con coherencia, de nuestra
gran responsabilidad. El cristiano no vive para sí, sino para Dios y para los
hermanos. Se sabe un “cristóforo”, un portador de Cristo, de modo que con su
modo de vida hace posible el encuentro con el mismo Cristo Jesús, pero si no es
coherente puede convertirse en un obstáculo de ese mismo encuentro. Ser
cristiano de verdad significa automáticamente ser un enviado, un misionero, un
testigo de ese amor más grande y primero, que eleva y purifica todos nuestros
amores, al ponerlos en contacto con la fuente de todo amor, que no es sino
Dios, el Amor puro y perfecto.
José María Vegas, cmf.
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