Jesús,
en cuanto hombre, vino con su proyecto de salvación y a la hora de hacer
balance antes de su vuelta al Padre, pide, ruega y le suplica por la unidad de
los que le ha dado. La unidad es la única posibilidad de llevar a cabo su
proyecto; es la argamasa que traba las piedras que formarán los muros que
conjuntan su Iglesia; es la red que nos atrapa en su entorno y nos hace posible
ser salvados en su seno. Por esto insiste tanto en el ruego a su Padre, porque
de esa unidad depende la culminación y éxito de su plan: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy.
Pero
esa unidad no es una unidad cualquiera es, nada más y nada menos, que la misma
que tienen el Padre y el Hijo, es el amor que hay entrambos y que traspasan,
infunden e inyectan en nosotros y que engendra una tercera cara amorosa. Tres
caras iguales de la misma pirámide: Padre, Hijo y nosotros. Al menos esto
parece desprenderse de sus propias
palabras: yo en ellos y tú en mí,
luego… nos dignifica hasta endiosarnos, nos une al amor Trinitario.
Si
verdaderamente estamos implicados en su plan, no queremos ver fracasar el
proyecto divino y estamos dispuestos a seguir su plan salvífico, debemos ser
coherentes, como él, en nuestro decir con nuestro obrar. Pongamos nuestros pies
en sus huellas para no desviarnos y seguir su criterio de unidad: escuchemos a
los que por cualquier motivo están sin voz social; démosle vista y guiemos a
cuantos por los avatares de la vida han perdido la luz; démosle la mano, de la
forma que sea, a los que en nuestro caminar nos encontremos caídos; démosles
algo de nuestro tiempo a aquellos que nos lo demanden en nuestra sociedad;
seamos responsables en la administración de nuestra economía; cuidemos nuestra
lengua para no caer en la difamación; pongamos amor donde hay rencor u odio… Puesto
que nos pide unidad y no uniformidad, estas solo son una lista de ideas, cada
cual tendrá las suyas.
Pedro José
Martínez Caparrós
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