No es de extrañar, queridos hermanos, que la oración que nos enseñó
Dios con su magisterio resuma todas nuestras peticiones en tan breves y
saludables palabras. Esto ya había sido predicho anticipadamente por el profeta
Isaías, cuando, lleno de Espíritu Santo, habló de la piedad y la majestad de
Dios, diciendo: Palabra que acaba y abrevia en justicia, porque Dios
abreviará su palabra en todo el orbe de la tierra. En efecto, cuando vino
aquel que es la Palabra de Dios en persona, nuestro Señor Jesucristo, para
reunir a todos, sabios e ignorantes, y para enseñar a todos, sin distinción de
sexo o edad, el camino de salvación, quiso resumir en un sublime compendio
todas sus enseñanzas, para no sobrecargar la memoria de los que aprendían su
doctrina celestial y para que aprendiesen con facilidad lo elemental de la fe
cristiana.
Y así, al enseñar en qué consiste la vida eterna, nos resumió el
misterio de esta vida en estas palabras tan breves y llenas de divina
grandiosidad: Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Asimismo, al discernir los primeros
y más importantes mandamientos de la ley y los profetas, dice: Escucha,
Israel; el Señor, Dios nuestro, es el único Señor; y: Amarás al Señor, tu Dios,
con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Éste es el primero. El
segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos
mandamientos sostienen la ley entera y los profetas.
Y también: Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en
esto consiste la ley y los profetas.
Además, Dios nos enseñó a orar no sólo con palabras, sino también con
hechos, ya que él oraba con frecuencia, mostrando, con el testimonio de su
ejemplo, cuál ha de ser nuestra conducta en este aspecto; leemos, en
efecto: Jesús solía retirarse a despoblado para orar;
y también: Subió a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios.
El Señor, cuando oraba, no pedía por sí mismo – ¿qué podía pedir por sí
mismo, si él era inocente?–, sino por nuestros pecados, como lo declara con
aquellas palabras que dirige a Pedro: Satanás os ha reclamado para
cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti; para que tu fe no se apague.
Y luego ruega al Padre por todos, diciendo: No sólo por ellos ruego,
sino también por los que crean en mi por la palabra de ellos, para que todos
sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en
nosotros.
Gran benignidad y bondad la de Dios para nuestra salvación: no contento
con redimirnos con su sangre, ruega también por nosotros. Pero atendamos cuál
es el deseo de Cristo, expresado en su oración: que así como el Padre y el Hijo
son una misma cosa, así también nosotros imitemos esta unidad.
(Del Tratado de san Cipriano sobre el Padrenuestro)
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